Invisible

By Claupussetto

“Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.

Tú eres responsable de tu rosa…”

Antoine De Saint-Exupéry

Cecilia mira otra vez la anotación en el teléfono: la dirección es correcta. La fachada es pequeña con una puerta de chapa negra y una ventana cerrada con dos postigos, también de chapa. Da un paso atrás para ver si es una ilusión, podría ser más grande que este recuadro verde de dos por dos.  Pero no hay truco, es así de chica.

Ayer, mientras Cecilia buscaba los anteojos y añoraba la época en que no los necesitaba, su vecina le tocó el timbre y después de los saludos le entregó un papel.

—Te lo dejó un chico —dijo.

—¿Un chico lindo?

—No, tonta, un chico, un niño, no sé, tendría como once años. Vestido un poco raro.

—¿Con una capa azul y una rosa?

—¿Qué?

La vecina no es buena lectora.

—No importa, locuras mías.

Miró el papel, achinando los ojos. Las letras se acomodaron y se hicieron nítidas. TE ESPERO EN ECHEVERRIA 1515. NONINA.

Nonina murió hace treinta años. Esta debía ser una broma o peor aún. Y se le ocurrió una lista de posibles maldades en su contra.

La vecina tenía cara de que no se iba hasta que le contara.

—Debe ser un chiste. O una estafa.

—¿No vas a ir?

—Ni chiflada.

Y ahora está frente a Echeverria 1515. No por loca o por aventurera. Después de recibir la nota comenzaron las señales. Los anteojos no aparecieron, pero por alguna razón Cecilia veía bien, incluso se resaltaban determinadas palabras de los textos que estaba leyendo para el informe que tenía que preparar. Palabras que le trajeron ideas: la vecina se parece al señor vanidoso y siempre espera que la aplaudan, su papá es como el hombre de negocios que se siente dueño del mundo mientras cuenta estrellas que ni siquiera le pertenecen, su mamá era la flor, coqueta y vanidosa por fuera, llena de temor y fragilidad por dentro, la que se marchitó esperando que la amaran.

 En ese ir y venir de ideas, Nonina se hizo casi tangible. Cuando Cecilia era niña le gustaba comer tostadas con manteca en la cocina mientras miraba el ir y venir de la abuela porque le parecía que irradiaba algo lindo, como una luz. No era de las que cuentan historias, ni de las que juegan con los nietos. Pero Cecilia no se aburria en esa casa: leía muchas veces los mismos tomos de la enciclopedia vieja que tenía cuentos clásicos, en el patio inventaba aventuras entre parras y maderas, escribía y dibujaba sobre los viejos folletos de la mueblería del abuelo diseñando sus primeros libros. Se descubrió sonriendo al recordar ese que tenía 6 hojas, recortadas con la forma de un caracol que había dibujado en la tapa y contaba, por supuesto, una aventura de caracol. Nonina era para Cecilia única en el mundo y había en esa casa ritos que la amarraban: el mate cocido con leche en el desayuno, el olor de un guiso al mediodía. También las tardes cerca del sol de la ventana mientras Nonina tejía sus labores de ganchillo: hilos que pasaban entre sus manos y se convertían en diseños hermosos. Si Cecilia tomaba alguno de los hilos enseguida se le enredaba. A la abuela no. Nonina le dejó una gran pena cuando murió pero también le dejó su regalo: cada vez que Cecilia está junto a una ventana por la que entra el sol ve a la abuela tejiendo hilos, desatando nudos, irradiando calma.

El recuerdo la trajo hasta esta puerta, haciendo caso a lo que es invisible a los ojos, lo que intuye en la nota. Golpea y nadie atiende. Baja el picaporte, la puerta se abre y ella se asoma primero y entra después. El techo está lleno de luces chicas que parecen estrellas. Avanza sin miedo.

Al final del pasillo ya se alcanza a ver una ventana por la que entra el sol.

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