Extravíos

By Claupussetto

—Dale papá, abrí la boca.

Le acerco la cuchara con la papilla espesa, él frunce los labios y gira un poco la cabeza a la derecha. Es como un niño al revés, porque él desaprende. Me obligo a pensar que tiene noventa años, me miro la pierna que se sacude de arriba a abajo y me doy la orden de detenerla.

Alguien se acerca gritando. Por la puerta del comedor aparece Mario, el nuevo residente del geriátrico, que dice algo sobre el último trabajo que no encuentra. Es muy flaco, la ropa le cuelga y da pasos cortos y enérgicos que hacen chancletear sus pantuflas. Lo sigue un enfermero que intenta calmarlo, Mario se da vuelta y lo empuja. Entre el enfermero y otro hombre que no conozco lo sujetan y lo sostienen en una jaula de brazos y cuerpos hasta que se calma. Lo sientan en el sillón y yo suelto el aire, no sé por qué estaba sin respirar. Mario se apoya los puños cerrados sobre las sienes y hace un ruido raro, como una queja pero más grave y larga. Ayer la chica de la cocina me dijo que él tiene sesenta y cinco años y un alzhéimer avanzado.

—Juguemos a los naipes —dice papá con su demencia de puro viejo.

—No hay naipes acá.

—Andá a buscarlos al mueble del comedor.

—Bueno, tomá un poco de agua y voy.

Acepta el vaso que le ofrezco, se olvida del juego y dice que en ese lugar le quieren robar la plata. Qué plata, le digo. La que traje del laburo cuando me pagaron. Le digo que nadie sabe dónde la tiene escondida, ni yo sé. Dice que es verdad y que yo nunca se nada, que soy la misma inútil de siempre. Él empieza a elevar el tono y mí un calor me sube hasta la cara. Aprovecho que se detiene para respirar y le enchufo un poco de papilla. 

Una de las cuidadoras dice: Mirá quién vino, Mario. En la puerta hay una mujer que deber tener más o menos mi edad. Él se pasa las manos por la cara desde la frente hacia abajo, como limpiándola. Se para y cuando ella se acerca se abrazan y se besan en la boca. Parecido a un reencuentro de aeropuerto. No puedo dejar de mirarlos, se sientan medio enfrentados con las rodillas juntas y hablan en voz baja. Él le acomoda el pelo detrás de la oreja, ella le apoya una mano en la rodilla. Ese amor que no había en mi casa. ¿Qué le pasa a Mario cada vez que se da cuenta de que se va disolviendo? ¿Y a ella?

Miro a papá que ahora duerme con la cabeza colgando sobre el pecho. Hay días en que no sé por qué estoy acá. A veces yo también quisiera no hacerme cargo, perderme en algún olvido.

Mario y la mujer están callados. Creo ver una historia injusta en ese amor que se diluye en los pasillos de un cerebro con derrumbes. ¿Pero cuál es la verdadera historia? Podría ser ingeniero, contador, profesor. Pueden tener hijos, o no. Cuando él definitivamente se desvanezca ella seguro perderá algo de sí misma. Desde que mamá murió ya nadie valida mis recuerdos, sobre todo los de mi infancia. Papá no cuenta, tampoco mi hermana que es mucho menor que yo. 

Papá ronca. A veces me da pena. Sólo a veces.

Vuelvo la atención a los otros. Él tiene la mirada fija sobre la pared y a ella le caen lágrimas mientras le acaricia la mano. Mario se fue.

Se me eclipsan los ojos y busco un pañuelo en la mochila.

—¿Por qué llora usted, señora? —dice papá.

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